sábado, 26 de diciembre de 2009

A Bartleby

Querido Bartleby,

Te escribo hoy y sólo hoy porque tengo algo que decirte.

Te conocí hace ya más de dos años y en ese tiempo apenas he dedicado diez minutos de mi vida a pensar en ti. Te he recordado simplemente porque mi mala cabeza así lo ha querido en una absurda e interminable cadena de pensamiento. Son cosas que ocurren a menudo; sin embargo, hoy te has quedado clavado en algún lugar de mi hemisferio derecho y haré lo que pueda por sacarte de allí.

Vengo a decirte que no me gustas, que aborrezco lo que en mi mundo representas. Nunca en mi vida he conocido a nadie como tú y agradezco de corazón que no existas porque, de ser así, terminaría por creer que tu forma de vida es la única posible.

Quizás te extrañe que me ofenda tu forma de ser o, más probablemente, no te interese. Es seguro que, de recibir esta carta no pensaras jamás en contestarla. Sí. Estoy convencido de que “preferirías no hacerlo”. Después de todo, tú sólo haces aquello que deseas, ¿no es así? No te importan una mierda las expectativas del resto del mundo ni los derechos que pudieran adquirir dentro de cualquier relación social. Tú no estás adscrito a nuestra realidad y forjas tu propia vida, sin contar con nadie. Tú no te preocupas. Eso sí que es inabarcable. No te preocupas. Ni consumirme en un mar de fuego y llagas me sería más molesto.

Los hay que ven en ti un ejemplo, una actitud, una lucha. Los tienes engañados, maldito. Tu ignorancia de la asquerosa realidad humana no puede considerarse ni lucha ni actitud ni ejemplo. Para mí es simple lobotomía. Prefieres rechazar placeres y sufrimientos y convertirte en una planta: un gran ficus en el rincón de la oficina. Tú no eres un hombre, estás deshumanizado y, por lo que representas, sufro cuando, día tras día, desayuno un tazón de ácido y espinas; cuando las razones se amputan y mueren en un campo de minas. Jodido Bartleby. Ni viniendo del propio infierno podrías ser peor. Ojalá pronto seas perseguido hasta la muerte por el propio Capitán Ahab, sabiéndose culpable de tu delito y queriendo arreglar la falta sublime de crearte resuelto y necesario. Ojalá suceda pronto y tú salgas de una vez de mi condenado hemisferio derecho. Cabrón.

lunes, 21 de diciembre de 2009

5 de Mayo

Incombustible y exiliado
vaga sin rumbo por mitad de la calzada.
Le persiguen y acechan malechores.
No los teme más de lo que ya teme a su sombra:
poco, prácticamente nada.

En un minuto estará muerto.
Será victima de la codicia de este mundo.
Se batiría como un vaquero
si al menos eso le diera oportunidad;
pero la suerte reclama ya su alma.

Se abandonará a su muerte.
Gritará balazos a la parca,
para relajarse y buscar heroicidad.
Vencerá su espíritu cualquier pena,
pues será consumido en gloria.

Perdió su alma a las cartas,
entre whisky, navajas y gatos.
En los tratos con los dioses
siempre hay gatos de por medio.
de los que bufan y arañan.

Cinco manos de cinco cartas.
Ése es el precio de su vida.
Es el precio correcto pues hoy es 5 de Mayo
y hoy volverá a ver a la Muerte,
como cuando arrebató aquellas almas.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Raquel

Raquel corrió presurosa por la calle sin mirar atrás. Sus zapatos golpeaban el suelo con un ruido seco que retumbaba en la desierta calle. Eran pasadas las cinco y cualquiera que, insomne, se hubiera asomado desde la ventana habría sabido que algo no iba bien para aquella chica.

Efectivamente, algo no iba bien. Lo había notado hacía apenas seis minutos y, desde ese momento, no había parado de correr todo lo rápido que sus tacones le permitían. Entre traspiés, entró en la Calle Silencio, acabando con su poesía. Su corazón latía a una presión a la que no estaba acostumbrado, como una locomotora en el límite de sus fuerzas, y le disparaba los nervios hasta el más lejano vagón de su cuerpo. Vibraba de inquietud y miedo. Sólo quería llegar.

Bajó la acera estirando la zancada para llegar. Por un instante, perdió el equilibrio y se precipitó, guíada por la gravedad contra un coche aparcado. Sin siquiera inmutarse, continuó corriendo, por medio de la desierta y empedrada carretera. Le faltaba el aliento, pero le sobraba fuerza.

Los árboles a ambos lados de la calle habían perdido todas sus hojas. Quizás por una sacudida, o bien de alguien o bien del tiempo; del mismo modo que ella, sin saberlo, había sacudido toda duda de su mente. Claro que estaba asustada: no sabía lo que podía ocurrir. No quería pensarlo. Sólo quería llegar y que acabara pronto. Poder dejar de correr. Por ello no miró atrás en ningún momento, ni aminoró la marcha pese a que ya se había torcido un tobillo, sus pulmones le ardían y su cabeza palpitaba como loca.

Abandonando la calzada y entrando en la zona peatonal, corrió los últimos tres metros hasta el portal. Se apoyó jadeante ante la gran puerta de madera y presionó el botón del portero automático. Lo taladró. Mientras retomaba el aliento y esperaba, miró hacia arriba, fijándose en el marco amarillo de yeso en que era el portal. Nunca le había gustado aquel color, pero ahora estaba más que agradecida de verlo. Temblando, en parte por los nervios en parte por el frío, miró a su alrededor sin distinguir ni un alma y volvió a llamar, friendo el portero con llamadas intermitentes. Se descalzó. Al fin contestaron:

- ¿Quién es?
- ¡Abre! - suplicó ella.
- ¿Pero qué...?
- ¡Que abras!

El portero zumbó y la puerta se abrió. Raquel empujó con fuerza y, sin coger sus zapatos ni cerrar la puerta, corrió con sus pies helados escaleras arriba los dos tramos de escaleras hasta el primer piso. Allí, en la puerta, despeinado y con los pantalones de su pijama, esperaba un Miguel confuso.

- Raquel... ¿qué ha pasado?

Raquel se andó los escasos metros que le separaban de Miguel y se desplomó sobre sus brazos, lo que tomó a este de improvisto obligándole a flexionar las rodillas. La abrazó con fuerza y la arrastró hacia dentro. Tomó su cabeza entre sus manos y le obligó a mirarle:

- Dime, ¿qué ocurre?
- Nada - dijo Raquel tragando saliva y mirándole con significación-. No he querido volver. No quiero volver con él. Voy a quedarme contigo.
- Eso es una locura, ya lo hemos hablado.
- Me da igual. Quiero estar a tu lado, lo necesito.
- ¿Y qué pasa conmigo?¿Y si yo no quiero que estés conmigo?
- Te aguantas. Iba por Cristo de Burgos y me he dado cuenta de que eres todo lo que quiero y he sentido pánico y corrido hasta aquí. Sólo quiero estar aquí y es lo que voy a hacer. Voy a quedarme aquí hasta que ya no te necesite.
- Pero... ¿Tú eres gilipollas? - la mirada demostraba lo sentido que se perdía. Sus manos apretaban temblorosos pero con fuerza los brazos de Raquel, que se apartó de él.
- Que te follen. Sabes que no te importa una mierda - dijo Raquel mientras cerraba la puerta del piso y, sin siquiera mirar a Miguel, se dirigía a la habitación que había dejado hacía menos de media hora -. Vamos a dormir... Por favor.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Divagación

El otro día descubrí que sólo hay dos cosas en esta vida que pueden desatar grandes catástrofes: una son los dioses y otra los gestos sinceros. También descubrí que una de estas dos cosas no existe, pero no tenía claro cual.

Decidido a descubrirlo, llamé a los grandes sabios de esta época y las anteriores. Algunos griegos me hablaban de los dioses y románticos franceses me hablaban de pasión y gestos sinceros en algo que creo que no era más que afectación y falsedad. Los rusos no sé lo que me decían, no entiendo su idioma; y los alemanes eran demasiado metafísicos para darme una respuesta contundente. A otros mi pregunta les pareció vana y el resto se fueron de fiesta.

Así, quedé yo todavía con la duda. ¿Qué resulta más improbable hoy en día: los dioses o los gestos sinceros?

Puedo afirmar que no he visto ningún dios pero, la evidencia de ver algo sincero tampoco la tengo. ¿Que si yo no soy sincero? Si te dijera que sí, cómo coño tendrías la seguridad de que es así. La verdad, no le veo salida.

No obstante, ya puestos a negar la existencia de algo que genere catástrofes... Prefiero negar los gestos sinceros, a esta hora me viene mucho mejor y no tenemos nada mejor que hacer.

Así que sí, follemos. Unámonos por puro placer enfermizo que ni busco ni deseo, pero al menos me distrae. ¿Y qué tal tu semana?

lunes, 16 de noviembre de 2009

Orgulloso de tí

Desde el momento en que pusiste un pie en esta tierra supe como eras. En todos estos años que he pasado a tu lado nunca he dudado de aquella primera impresión. Al contrario, con cada una de tus acciones me reafirmo y te envidio, siempre desde el más puro cariño. Me siento orgulloso de haber visto lo que en realidad eres: certero, definido, determinado. Quien pudiera tener eso.

Siempre has ido por el mundo olfateando aquello que te rodeaba. Aspiras la esencia de las personas, tratando de encontrar su color y su sabor. Siempre mirando con interés y voracidad a la verdad y la mentira. Te nutres del mundo y, sobre todo, de la gente. No sé qué harías sin la gente, pero tienes suerte: atraes a la gente; como una planta carnívora libera su néctar para atraer los insectos, tu labia y atractivo atraen aquello que tú más necesitas.

He conocido a mucha gente dolida, afectada. Todos ellos llevan una carga, una minusvalía por falta de fe. Yo les he visto arrastrarse, como el cojo que exagera su condición, sólo por teatralidad o simple inercia. Evitan erguirse y caminar. A tí, sin embargo, apenas te he visto tropezar y, mucho menos, arrastrarte o cojear. Siempre llevas la cabeza alta y, falles o no, estás decidido a continuar. Una vez más te envidio.

Podría enumerar todas y cada una de tus cualidades, incidir limpiamente en las dimensiones de tu cuerpo. Hablaría durante horas y puede que días y no verías en mis ojos más que orgullo y amor; pero, inevitablemente, luego llegaría la verdad. La verdad fría y, al menos para mí, dolorosa. Aquí y ahora, te la entrego.

La verdad es que viajas solo. Adoras el color de la gente y bañarte en relaciones sinceras y despreocupadas. Te alimentas y compartes a través de abrazos y risa. Nadie tiene más silencio ni más ruido. Eso es todo lo que quieres, lo que ofreces y lo que tomas; pero, al final, de todo eso, nada trasciende volviéndose un ente individual. Actúas en bloque porque eres tú y somos los demás. La mayor realidad de todas es que sólo encuentras la auténtica paz en Debussy y jirones de humo. La mayor realidad de todas es que, pese a saber perfectamente lo que quieres, no lo encuentras o no lo sientes; y, en tanto, paseas solo en tu compañía, acompañado de irlandeses y fachadas. Al final, no te tengo envidia.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Paradójico Úngart

Paradójico no tiene más nombre que Paradójico, que fue como le bautizaron en su tierra. Si no te lo crees, pregúntale a él. De hecho, si le preguntas tras unas cuantas rondas de buena cerveza, insistirá en lo mismo y te jurará por su orgullo que él se llama Paradójico, que nunca jamás ha tenido nada que ver con los elfos y que, por supuesto, su madre nunca nunca nunca fue una fanática de los elfos ni le puso por nombre Elgadis. No. Eso no puede ser. De ser así, habría tenido una infancia muy traumática maltratado psicológicamente por el resto de los enanitos[1] y habría acabado odiando a sus amigos y abandonando su patria, viviendo su propia suerte y convirtiéndose en explora... Pero todo el mundo sabe que eso no es cierto: la razón por la que Elg... Paradójico odia a los elfos no tiene nada que ver.

Y es que Paradójico sabe que lo élfico es lo peor de este mundo. En realidad el no tiene ningún problema con los elfos, mientras no resulten élficos. No es culpa suya que la mayoría de los elfos de este mundo resulten... bueno... élficos. Y la gente le mira raro, pero Paradójico está convencido de que lo élfico conspira contra toda la gente de bien tratando de arrebatarles todas sus riquezas y alegrías. Pero él les tiene calados, ya lo creo que les tiene clalados; y, como buen enano que es, lo que se empeña en demostrar efusívamente, él adora la cerveza y su riqueza, y no dejara que lo élfico le quite ninguna de esas dos cosas, es por eso por lo que Paradójico se empeña en beber su cerveza tan rápido como puede y guardar con recelo su extensa riqueza, en un cofre con dos cerraduras y encadenado con empeño a su cintura: que vengan a por él si se atreven.

Paradójico dedica tanto tiempo como le es posible a combatir lo élfico, pero, de cuando en cuando, siente ese pinchazo en el estómago que todo el mundo tiene cuando sabe su meta es un sinsentido; y es entonces cuando Paradójico va corriendo a la taberna más cercana a conseguir algo de comer que acalle el dichoso pinchazo y, eso, suele costar dinero. Esa y ninguna otra es la razón por la que Paradójico pasa sus días como explorador; esa y que le parece un buen lugar desde el que avanzar en su lucha contra lo élfico.

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[1] Hablarle a un enano de “niños o bebés enanos” es una profunda falta de respeto hacia ellos: ellos ya nacen bien creciditos (salvo en lo que a altura se refiere, donde nunca crecen mucho), con pelo abundante y con gemas bajo el brazo. La infancia de un enano sólo consiste en jugar a tasar las gemas y picar piedra caliza con sus compañeros. Cuando se hacen mayores, los enanos pueden tasar con la gente de fuera y picar en auténticos yacimientos de piedras preciosas y semipreciosas, granito y cuarzo (en lo que rebozan el 80% de su dieta rica en animales fosilizados).

jueves, 12 de noviembre de 2009

Insomne

Habían sido apenas diez estúpidos minutos y su agonía era infinita. Tendía bajo las sábanas y sin almohada, muriendo en un calor aséptico que sólo le recordaba aquella sensación de embotamiento y estatismo. La oscuridad bajo sus párpados se había vuelto mucho más negra, recordando tan sólo al negro que se encuentra en la noche en pleno Atlántico y a mil metros de profundidad. La presión, curiosamente, venía del mismo lugar. Su corazón, siempre oportuno, latía a esa velocidad en la que sabes que algo mal y no vas a poder dormir, a esa velocidad a la que sólo las disculpas y los besos saben viajar; y todo por un pensamiento.

Ese pensamiento y no otro le había reventado en plena cara. Estaba rendido y sabía que mañana lo estaría más si no lograba conciliar el sueño. Con todo, su patética mente romántica quería jugársela, porque sabía que no era justo y tenía que restregárselo, haciéndole pasarlo peor.

A pesar de su situación, su respiración era inalterable: sabía tragarse su mierda y aguantar, como se aguantaban sus lágrimas, sólo porque no merece la pena. Y, de repente, sostuvo la respiración. En medio de toda esa burla que su cuerpo y mente le estaban jugando se percató de que había olvidado el pensamiento que tanto le había turbado. Podría recurrir a ligeras pesquisas y, con bastante probabilidad, localizar al cretino, retozando en algún banco de su mente; pero eso era algo con lo que no quería jugar. Así, sólo podría seguir adelante y romperse y relajarse y descansar. Por nada del mundo iba a romperse, no hoy, no ahora, no por esto… Y ahí estaba otra vez el pensamiento: con una sonrisa burlona y una chaqueta de cuero. ¡Cómo odiaba las chaquetas de cuero! Se enorgullecía de que nunca le habían sentado bien, pero no eran más que una excusa. Una excusa para no enfrentar el verdadero odio, que digo odio; una excusa para no enfrentar el verdadero miedo. Tenía miedo de muchas cosas; pero, aquí y ahora, sobre todo tenía miedo de ese pensamiento, miedo de sus burlas, miedo de su significado, miedo de lo que eran, miedo del recuerdo de la realidad.

Se revolvió y, abriendo los ojos, contempló que la eternidad a veces sólo dura quince minutos en un despertador digital. Se giró y sentó sobre el colchón. Le esperaba una noche larga, como había tenido pocas en su vida.

No entendía porqué le estaba pasando esto. Él sólo quería dormir y por Dios que lo necesitaba. Se centró momentáneamente en lo que quería –ignorando lo que su alma deseaba-: una oleada de nada en su cabeza, poder dormir como embriagado y, ante todo, no romperse. No. La culpa es de la luna, que afecta a las mareas y, del mismo modo que las modifica, la muy presuntuosa estaba mareándole desde las alturas en un constante ir y venir, un constante subir y bajar. Le habría gustado bajar de aquella montaña rusa, pero en la vida uno no puede bajarse así como así.

Al final sólo tenía claro una cosa: el miedo no iba a ganarle esta baza y él iba a dormir. Aun podría aprovechar unas cuatro horas de sueño si se esforzaba en su tarea; así que, se levantó y se dirigió al salón y encendió las luces. Fue directo. Sacó un vaso, una botella y empezó a beber para poder dormir como embriagado y, ante todo, no romperse. El problema es que no lo consiguió.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

"Tic, Tac"

El segundero se mueve en un reloj que no hace ruido. ¿Para qué quiero un reloj analógico si no puedo oír el cansino "Tic, Tac"? Los relojes, como los trenes, deberían ser siempre viejos. ¿Dónde está la magia en algo compuesto de plástico y remaches? Dime que no es mejor algo vivo, lleno de engranajes y muelles. Atrévete y te juro que te mato. No. No es fanatismo, sólo defiendo la necesidad de mi propia existencia. ¿Por qué querríamos tener un reloj que funcione cuando ya no estemos? ¿Acaso lo voy a mirar cuando esté muerto? Los relojes deberían apagarse cuando se quedan sin cuerda. Eso es auténtica fidelidad y no lo de los perros. Cuando yo no pueda darle cuerda a mi reloj, él dejará de marcarle el tiempo al mundo, mi mundo ya carecerá de tiempo. Siempre me han gustado los engranajes, me hacen pensar que con las manos podemos hacerlo todo, sin necesidad de electricidad y muerte. Es un pensamiento dulce, una dulce mentira. Me da igual. Es una mentira que necesito en mi vida, para poder seguir adelante. Necesito engranajes para que el mundo funcione. Necesito que mi reloj siga haciendo "Tic, Tac" hasta el día que no pueda darle cuerda.

lunes, 26 de octubre de 2009

De raíz

La cera ya parece miel. Verla me da hambre. Es normal: este viejo cacharro parece una freidora; si no fuera por el olor, pensaría en usarla de fondue. Por suerte, este olor me lo quita de la cabeza. Sentada en la taza del váter, cojo la espátula y la introduzco en la miel. Hace bastante que no me hago la cera y hoy me he dicho "¿Por qué no? Mis piernas ya están bien pobladas -la comodidad del invierno- y tengo tiempo.". Además, hoy tengo que estar perfecta. Por el espesor de la cera... Va a estar muy caliente. O tal vez no. No lo tengo claro. Tendré que comprobarlo. Remuevo la espátula con gracia y la saco, viendo cómo la cera se desliza veloz de vuelta al recipiente. Saco mi pierna izquierda del interior del albornoz y la apoyo en el bidé. Es un albornoz viejo, como tantas otras cosas, pero éste lo conservaré mientras pueda. Rápidamente acerco la espátula a mi rodilla: no me gusta que la cera gotee en el suelo. Sí. Está caliente. Demasiado. Bajo la dichosa temperatura y apoyo la cabeza en la pared mientras espero. Los termostatos de estos chismes no sirven de nada: ¿qué más me da a mí 35º que 50º si no sé el tiempo que tienen que estar a esa temperatura? Deberían incluir un timbre. Un timbre que te avisara e hiciese "¡Ding!".

Ya era hora. Miro el reloj mientras me dirijo a contestar el timbre. Seis minutos tarde. No es mucho, y hoy menos. "¿Sí? Ya bajo." Me apresuro escaleras abajo y, desde el comienzo del último tramo, le veo esperando junto a la puerta, observándome. Me recibe con un beso. Beso que le devuelvo, como quien mastica tras meterse en la boca un trozo de pollo, con la falta de ímpetu e interés que conlleva la costumbre. Le doy la mano y paseamos camino al restaurante.

Un minuto después, la cera ya se ha enfriado lo suficiente, creo. Sí, exacto. Aun quema un poco, pero es soportable. Con mucho cuidado, extiendo la cera: desde la rodilla en dirección al tobillo. El calor es agradable. Me detengo para hacerme una coleta. Quizás tenía que haberme secado el pelo antes. No me gusta que caiga agua sobre la cera. En realidad, por un par de gotas, no pasa nada, pero me pone nerviosa. Cojo una de las bandas... ¿Dónde las he dejado? Joder, se han caído. Me levanto y las rescato del suelo antes de volver a la postura anterior. Coloco la banda, en la misma dirección que coloqué la cera -hacia abajo-. La cera se estaba enfriando y casi no me da tiempo a pegar la banda. Cuando las cosas se enfrían, es difícil permanecer unidos a ellas.

La cena transcurre con calma, hablando de nada y trivialidades. Eso no importa: está bien; pues de eso se compone la vida, de nada y trivialidades. Las cosas importantes se pueden recoger en una canción, ya lo hicieron Los Stop con su "Tres cosas hay en la vida", aunque yo lo hubiera hecho con algo más de estilo, pero qué sé yo. La cena, como el calor, es agradable y se sucede con facilidad -hacia abajo-.

Cojo la banda desde abajo y, hacia arriba, tiro. De una vez retiro toda la banda y la cera -a contrapelo-, llevándome los pelos de raíz, arrancándolos y dejando mi pierna vacía, limpia y libre. Duele, pero voy a estar perfecta. Repito varias veces el proceso y cada vez duele menos. Extiendo la cera, pongo la banda y tiro.

"Ya no te quiero. Lo siento, pero no quiero seguir.". Durante aproximadamente media hora se suceden los tirones. Cada vez duelen menos; aunque con algunos, en las ingles, hay que tener cuidado. Siempre tiro hacia arriba, cuesta arriba, que no es fácil; pero es lo que quiero. Es más rápido, más eficaz, me deja vacía, limpia y libre. Mentira, sólo libre; pero hoy voy a estar perfecta. Pronto me saldrán pelos encarnados, que se clavarán bajo mi piel, pero ahora eso no importa.

Hoy estoy perfecta.

jueves, 22 de octubre de 2009

Baño

Empapado de música y sentado bajo su torrente en la sucia entrada de un caserón.

Esta vieja casa no se tiene en pie, cruje con el más ligero viento o tan sólo alzar la voz. Como una casa embrujada, con entrada, escaleras y salón. Con cristales que no dejan pasar la luz, ratas en el sótano y toda de madera. No hay muebles y no hay vida. La jodida casa está en escala de grises, a 9 bits: 8 que cuentan y 1 que soy yo. Huele a madera mojada y patatas quemadas. Las vigas bailan con las termitas. La casa se quiere sentar a mi lado; dejar su tejado en el suelo.

Se levanta un fuerte viento. No importa. Mientras los irlandeses canten, yo seguiré dándome mi baño, pues nada habría de pasar.

En el fondo, las cosas irán bien.

sábado, 17 de octubre de 2009

Derribo

Caspian - Mie

Fragmentos, retazos y es todo.
No lo entiendo, no lo abarco.
Metáforas inconexas, barcos a la deriba, aleteos de fiebre.

Nunca he sabido verlo, ni oírlo, ni olerlo.
Sobre todo no he sabido hacerlo.
Sólo es ahora que noto su fuerza.

Me oculto en la culpa ignorante,
en la vergüenza de un caído ante su sol y su vida.
Estúpido charlatán que quedó seco a su sombra.

Mataría por satisfacción,
mataría por envolverlo en certeza,
mataría por un respiro.
Un respiro que me librara de la culpa,
que me librara de la duda y, ojalá pudiera, la insolencia.
Qué amargo es vivir sin fuego.

Que yo derribe las trabas;
eso no está en mi mañana, ni en mi arena.
Eso está donde debe: lejos.

En las costas del Adriático.

jueves, 8 de octubre de 2009

A casa

Trentemoller - Miss you

Llama suplicante, pidiendo consuelo a aquel por el que suspiraba, aquel que siempre estaba y aquel que sigue siendo. Guarda la necia esperanza de encontrar no un arrepentimiento, no una razón, no el más mínimo consuelo, sino lástima. Lástima que calme su sed de amor, de pasión y de abrigo.

Cree en una esperanza sólida, verde, como suelen decir viejas y canciones. Si le viera. Qué irónico resulta: verde y sólo verde es su ropa y pese a todo no le da la menor esperanza. Su voz, incluso fingiendo afectación, suena monótona y manida. Ya no queda amor. Sólo respeto. Un respeto insolente de lo que fue y ya no existe -para algunos-. Un respeto que no consuela, al contrario: mata, como un veneno lento. Veneno en su pecho, veneno en su rostro, veneno en sus muñecas y en sus dedos. Veneno verde, como en los cuentos, donde el veneno siempre es verde y suelta una nube de vapor mortal en forma de calavera. Pero la vida no es un cuento. Aquí el veneno no es verde. Aquí el veneno es rojo, sabe a gloria y siempre repites. No hay nube de vapor que nos advierta; sólo alegría -el líquido-, que tarde o temprano se desbordará, pues es menos densa que la vida.

La paliza del respeto le deja la nariz rota pero es sólo el mal menor. Lo peor es la vergüenza que siente. Una vergüenza pegajosa como pocas que invade con culpa: "¿Por qué no hice otra cosa? La culpa es mía y sólo mía. Nunca debí tomar esa opción." Estupidez y sólo estupidez es lo que experimenta en su afán por encontrarle un sentido al azar. Y, en lo más profundo, sabe que no hay justificación: le han roto la nariz por reivindicar algo que era -y ojalá siguiera siendo- suyo. Estúpida confusión: el veneno no da esperanza, nunca lo hace.

Rompe a llorar de forma repentina, igual que le rompieron la nariz: sin aviso previo, sin esperarlo, sin poder defenderse. Él ya no quiere saber más. Ha perdido algo y no es lo que a ella le gustaría es algo tangible, seco e insignificante que, ahora mismo, vale más que ella. Suplica lástima y atención, sólo para envenenarse un poco más. Pero él ya se ha cansado de darle verde y cuelga.

El veneno se queda en sus entrañas, rotas, sangrantes y sin poder cicatrizar. El veneno no se irá. Escocerá como siempre escuece. Llorará en silencio y se culpará, porque aun es pronto para andar. Es sólo cuestión de tiempo: cuando el color verde en sus entrañas vuelva a ser confuso volverá a él: porque es lo que quiere, es allí donde pertenece y sólo a él quiere volver.

Ella quiere volver a casa.

martes, 29 de septiembre de 2009

Carnaza

Danza de los Lamentos - Salvador Espasa

Salta, joder, salta. Toda tu vida encerrado en un nido de ramas, seguridad y seso. Sacude la razón, hazle el amor al instinto y salta.

Los nervios, el miedo, las dudas: préndeles fuego y lánzalos. Que se consuman en el aire y vuelen allí donde no sean nada, donde ya no puedan verse.

La euforia, la pasión, el azar: zambúllete en sus aguas. Báñate en el caos y deja que te impregne, te abofetee y te haga estremecer de placer.

Salta. Deja de lado la calma y la quietud. Sumérgete en la vorágine y salta. Siente que el aire atiza tus extremidades mientras desciendes en caída libre. Obliga a tus ojos a permanecer abiertos para descubrir cómo el suelo se avalanza sobre tí. Disfruta la velocidad, abraza la ingravidez y masturba tu hipófisis hasta el más puro éxtasis.

Ahora, devórame hasta las entrañas.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Jódete naturaleza

- ¿Has visto eso?
- ¿El qué?
- Eso.
- ¿Te refieres a Eso?
-
Exacto. ¿De dónde ha salido?
- No lo sé. Aun no sé de qué me estás hablando.
- Joder. Del castor.
- ¿El castor?
- Sí, coño. Ahí, en la máquina de escribir.
- Hostia. ¿Qué coño hace un castor escribiendo?
- Supongo que escribir sus memorias.
- ¿Y qué memorias tiene un castor? ¿Diques y dientes limpios?
- Pero este castor no es un castor cualquiera. Es un castor escritor.
- Bueno... Que esté en una máquina de escribir no significa que sea escritor. Quizás está redactando un documento oficial.
- Ya, pero hay símbolos inequívocos de que es escritor.
- ¿Como cuáles?
- El gran taco de papel escrito a su izquierda, las gafas medio caídas, la vista cansada, la postura encorvada, la montaña de cigarrillos consumidos en el cenicero, el vaso de whisky a medio beber... Además tengo un libro suyo. Sale en la contraportada.
- Ah. Pensaba que era por la camiseta.
- ¿Qué pasa con la camiseta?
- Que pone: "Sí, soy un castor de éxito: jódete naturaleza."
- Sí, también.
- ¿Y qué tal está su libro?
- Psché. No está mal. Muy de castor.
- ¿Pero cómo escribe un castor?
- Compacto, fangoso, con las letras muy juntas... Ya sabes. Y es resistente al agua.
- ¿El libro?
- Sí, exigencias del autor. Supongo que querría enseñárselo a su familia.
- Sí, es comprensible.
- Parece que tiene una buena vida.
- Sí. No se le ve con problemas.
- Es lo que conlleva el éxito: dinero, fama, mujeres... Además, con una actividad como esa, seguro que tienes tiempo de autoexplorarte a tí mismo.
- Sí... Me encantaría tener todo eso.
- Ya. Y a mí.
- Deberíamos tomar ejemplo de él.
- Estoy de acuerdo.
- ¿Crees que se me daría bien?
- ¿A tí? Seguro. ¿Y yo?
- Serías un genio.
- Guay. Pues intentémoslo.
- ¡Sí!
- ...
- ¿Dónde podemos hacernos castores?
- Ni idea.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Reencuentro

Song for Jesse - Nick Cave & Warren Ellis

Se desplazaba lento y torpe, aunque con determinación. El viento le atizaba en cada centímetro de su ser; como si un millar de diminutos céfiros quisieran retenerle, alejarle de su objetivo. Nunca antes había realizado ese camino con tanta consciencia como en ese instante y, a cada paso que daba, su mente era medio metro más consciente que en el paso anterior.

Su cuerpo, abotargado y perezoso, no tenía lugar allí: debió haber sido ligero y sincronizado, como es el cuerpo de quien siempre sabe dónde se encuentra; como un reloj de tela volando sobre el mundo y dando la señal inequívoca de que el tiempo llega siempre cuando le toca, porque eso es lo que quiere. Pero no. Su psique enferma y apesadumbrada no podía hacer otra cosa que, en un esfuerzo romántico, convertir su cuerpo en una metáfora plana. Si al menos tuviera manos fuertes.

Prosiguió andando a tumbos, contra el viento y cada vez más consciente. La consciencia no era un buen asunto. Le hacía sentir pesado, defectuoso y totalmente soez. Por un momento, su propio andar le resultó insultante y un ataque contra la armonía, contra su armonía. Con razón el viento le quería lejos.

Medio metro a medio metro, las dudas se agolpaban, hasta el punto de hacerle temblar el labio. Se vio como el niño pequeño que ha visto al gato romper un jarrón: le iba a caer una buena por algo que ni siquiera había hecho. Sabía que la verdad no importaba ahora porque no le creerían, no lo entenderían.

Sólo metro y medio.

El temblor del labio, descontento con su espacio, se extendió como una plaga llegando a piernas y manos. Su respiración fue cada vez más profunda. Dio un paso más. Cerró los ojos. Tomo aliento. Pasó de largo.

Pocos metros más allá volvió a abrir los ojos. El temblor persistía. Lentamente soltó el aire de sus pulmones. Vació su ser para dejar sitio a la vergüenza y la culpa que entrañaba su cobardía. Curiosamente, el viento había desaparecido, como si todo lo que hubiera pretendido fuera hacerle dudar. Su mente voló lejos de allí, unos pocos metros, y, con el poco aire que aun conservaba, susurró:

- Hola... ¿Te acuerdas de mí?

Si al menos tuviera manos fuertes...