lunes, 16 de noviembre de 2009

Orgulloso de tí

Desde el momento en que pusiste un pie en esta tierra supe como eras. En todos estos años que he pasado a tu lado nunca he dudado de aquella primera impresión. Al contrario, con cada una de tus acciones me reafirmo y te envidio, siempre desde el más puro cariño. Me siento orgulloso de haber visto lo que en realidad eres: certero, definido, determinado. Quien pudiera tener eso.

Siempre has ido por el mundo olfateando aquello que te rodeaba. Aspiras la esencia de las personas, tratando de encontrar su color y su sabor. Siempre mirando con interés y voracidad a la verdad y la mentira. Te nutres del mundo y, sobre todo, de la gente. No sé qué harías sin la gente, pero tienes suerte: atraes a la gente; como una planta carnívora libera su néctar para atraer los insectos, tu labia y atractivo atraen aquello que tú más necesitas.

He conocido a mucha gente dolida, afectada. Todos ellos llevan una carga, una minusvalía por falta de fe. Yo les he visto arrastrarse, como el cojo que exagera su condición, sólo por teatralidad o simple inercia. Evitan erguirse y caminar. A tí, sin embargo, apenas te he visto tropezar y, mucho menos, arrastrarte o cojear. Siempre llevas la cabeza alta y, falles o no, estás decidido a continuar. Una vez más te envidio.

Podría enumerar todas y cada una de tus cualidades, incidir limpiamente en las dimensiones de tu cuerpo. Hablaría durante horas y puede que días y no verías en mis ojos más que orgullo y amor; pero, inevitablemente, luego llegaría la verdad. La verdad fría y, al menos para mí, dolorosa. Aquí y ahora, te la entrego.

La verdad es que viajas solo. Adoras el color de la gente y bañarte en relaciones sinceras y despreocupadas. Te alimentas y compartes a través de abrazos y risa. Nadie tiene más silencio ni más ruido. Eso es todo lo que quieres, lo que ofreces y lo que tomas; pero, al final, de todo eso, nada trasciende volviéndose un ente individual. Actúas en bloque porque eres tú y somos los demás. La mayor realidad de todas es que sólo encuentras la auténtica paz en Debussy y jirones de humo. La mayor realidad de todas es que, pese a saber perfectamente lo que quieres, no lo encuentras o no lo sientes; y, en tanto, paseas solo en tu compañía, acompañado de irlandeses y fachadas. Al final, no te tengo envidia.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Paradójico Úngart

Paradójico no tiene más nombre que Paradójico, que fue como le bautizaron en su tierra. Si no te lo crees, pregúntale a él. De hecho, si le preguntas tras unas cuantas rondas de buena cerveza, insistirá en lo mismo y te jurará por su orgullo que él se llama Paradójico, que nunca jamás ha tenido nada que ver con los elfos y que, por supuesto, su madre nunca nunca nunca fue una fanática de los elfos ni le puso por nombre Elgadis. No. Eso no puede ser. De ser así, habría tenido una infancia muy traumática maltratado psicológicamente por el resto de los enanitos[1] y habría acabado odiando a sus amigos y abandonando su patria, viviendo su propia suerte y convirtiéndose en explora... Pero todo el mundo sabe que eso no es cierto: la razón por la que Elg... Paradójico odia a los elfos no tiene nada que ver.

Y es que Paradójico sabe que lo élfico es lo peor de este mundo. En realidad el no tiene ningún problema con los elfos, mientras no resulten élficos. No es culpa suya que la mayoría de los elfos de este mundo resulten... bueno... élficos. Y la gente le mira raro, pero Paradójico está convencido de que lo élfico conspira contra toda la gente de bien tratando de arrebatarles todas sus riquezas y alegrías. Pero él les tiene calados, ya lo creo que les tiene clalados; y, como buen enano que es, lo que se empeña en demostrar efusívamente, él adora la cerveza y su riqueza, y no dejara que lo élfico le quite ninguna de esas dos cosas, es por eso por lo que Paradójico se empeña en beber su cerveza tan rápido como puede y guardar con recelo su extensa riqueza, en un cofre con dos cerraduras y encadenado con empeño a su cintura: que vengan a por él si se atreven.

Paradójico dedica tanto tiempo como le es posible a combatir lo élfico, pero, de cuando en cuando, siente ese pinchazo en el estómago que todo el mundo tiene cuando sabe su meta es un sinsentido; y es entonces cuando Paradójico va corriendo a la taberna más cercana a conseguir algo de comer que acalle el dichoso pinchazo y, eso, suele costar dinero. Esa y ninguna otra es la razón por la que Paradójico pasa sus días como explorador; esa y que le parece un buen lugar desde el que avanzar en su lucha contra lo élfico.

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[1] Hablarle a un enano de “niños o bebés enanos” es una profunda falta de respeto hacia ellos: ellos ya nacen bien creciditos (salvo en lo que a altura se refiere, donde nunca crecen mucho), con pelo abundante y con gemas bajo el brazo. La infancia de un enano sólo consiste en jugar a tasar las gemas y picar piedra caliza con sus compañeros. Cuando se hacen mayores, los enanos pueden tasar con la gente de fuera y picar en auténticos yacimientos de piedras preciosas y semipreciosas, granito y cuarzo (en lo que rebozan el 80% de su dieta rica en animales fosilizados).

jueves, 12 de noviembre de 2009

Insomne

Habían sido apenas diez estúpidos minutos y su agonía era infinita. Tendía bajo las sábanas y sin almohada, muriendo en un calor aséptico que sólo le recordaba aquella sensación de embotamiento y estatismo. La oscuridad bajo sus párpados se había vuelto mucho más negra, recordando tan sólo al negro que se encuentra en la noche en pleno Atlántico y a mil metros de profundidad. La presión, curiosamente, venía del mismo lugar. Su corazón, siempre oportuno, latía a esa velocidad en la que sabes que algo mal y no vas a poder dormir, a esa velocidad a la que sólo las disculpas y los besos saben viajar; y todo por un pensamiento.

Ese pensamiento y no otro le había reventado en plena cara. Estaba rendido y sabía que mañana lo estaría más si no lograba conciliar el sueño. Con todo, su patética mente romántica quería jugársela, porque sabía que no era justo y tenía que restregárselo, haciéndole pasarlo peor.

A pesar de su situación, su respiración era inalterable: sabía tragarse su mierda y aguantar, como se aguantaban sus lágrimas, sólo porque no merece la pena. Y, de repente, sostuvo la respiración. En medio de toda esa burla que su cuerpo y mente le estaban jugando se percató de que había olvidado el pensamiento que tanto le había turbado. Podría recurrir a ligeras pesquisas y, con bastante probabilidad, localizar al cretino, retozando en algún banco de su mente; pero eso era algo con lo que no quería jugar. Así, sólo podría seguir adelante y romperse y relajarse y descansar. Por nada del mundo iba a romperse, no hoy, no ahora, no por esto… Y ahí estaba otra vez el pensamiento: con una sonrisa burlona y una chaqueta de cuero. ¡Cómo odiaba las chaquetas de cuero! Se enorgullecía de que nunca le habían sentado bien, pero no eran más que una excusa. Una excusa para no enfrentar el verdadero odio, que digo odio; una excusa para no enfrentar el verdadero miedo. Tenía miedo de muchas cosas; pero, aquí y ahora, sobre todo tenía miedo de ese pensamiento, miedo de sus burlas, miedo de su significado, miedo de lo que eran, miedo del recuerdo de la realidad.

Se revolvió y, abriendo los ojos, contempló que la eternidad a veces sólo dura quince minutos en un despertador digital. Se giró y sentó sobre el colchón. Le esperaba una noche larga, como había tenido pocas en su vida.

No entendía porqué le estaba pasando esto. Él sólo quería dormir y por Dios que lo necesitaba. Se centró momentáneamente en lo que quería –ignorando lo que su alma deseaba-: una oleada de nada en su cabeza, poder dormir como embriagado y, ante todo, no romperse. No. La culpa es de la luna, que afecta a las mareas y, del mismo modo que las modifica, la muy presuntuosa estaba mareándole desde las alturas en un constante ir y venir, un constante subir y bajar. Le habría gustado bajar de aquella montaña rusa, pero en la vida uno no puede bajarse así como así.

Al final sólo tenía claro una cosa: el miedo no iba a ganarle esta baza y él iba a dormir. Aun podría aprovechar unas cuatro horas de sueño si se esforzaba en su tarea; así que, se levantó y se dirigió al salón y encendió las luces. Fue directo. Sacó un vaso, una botella y empezó a beber para poder dormir como embriagado y, ante todo, no romperse. El problema es que no lo consiguió.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

"Tic, Tac"

El segundero se mueve en un reloj que no hace ruido. ¿Para qué quiero un reloj analógico si no puedo oír el cansino "Tic, Tac"? Los relojes, como los trenes, deberían ser siempre viejos. ¿Dónde está la magia en algo compuesto de plástico y remaches? Dime que no es mejor algo vivo, lleno de engranajes y muelles. Atrévete y te juro que te mato. No. No es fanatismo, sólo defiendo la necesidad de mi propia existencia. ¿Por qué querríamos tener un reloj que funcione cuando ya no estemos? ¿Acaso lo voy a mirar cuando esté muerto? Los relojes deberían apagarse cuando se quedan sin cuerda. Eso es auténtica fidelidad y no lo de los perros. Cuando yo no pueda darle cuerda a mi reloj, él dejará de marcarle el tiempo al mundo, mi mundo ya carecerá de tiempo. Siempre me han gustado los engranajes, me hacen pensar que con las manos podemos hacerlo todo, sin necesidad de electricidad y muerte. Es un pensamiento dulce, una dulce mentira. Me da igual. Es una mentira que necesito en mi vida, para poder seguir adelante. Necesito engranajes para que el mundo funcione. Necesito que mi reloj siga haciendo "Tic, Tac" hasta el día que no pueda darle cuerda.