lunes, 26 de octubre de 2009

De raíz

La cera ya parece miel. Verla me da hambre. Es normal: este viejo cacharro parece una freidora; si no fuera por el olor, pensaría en usarla de fondue. Por suerte, este olor me lo quita de la cabeza. Sentada en la taza del váter, cojo la espátula y la introduzco en la miel. Hace bastante que no me hago la cera y hoy me he dicho "¿Por qué no? Mis piernas ya están bien pobladas -la comodidad del invierno- y tengo tiempo.". Además, hoy tengo que estar perfecta. Por el espesor de la cera... Va a estar muy caliente. O tal vez no. No lo tengo claro. Tendré que comprobarlo. Remuevo la espátula con gracia y la saco, viendo cómo la cera se desliza veloz de vuelta al recipiente. Saco mi pierna izquierda del interior del albornoz y la apoyo en el bidé. Es un albornoz viejo, como tantas otras cosas, pero éste lo conservaré mientras pueda. Rápidamente acerco la espátula a mi rodilla: no me gusta que la cera gotee en el suelo. Sí. Está caliente. Demasiado. Bajo la dichosa temperatura y apoyo la cabeza en la pared mientras espero. Los termostatos de estos chismes no sirven de nada: ¿qué más me da a mí 35º que 50º si no sé el tiempo que tienen que estar a esa temperatura? Deberían incluir un timbre. Un timbre que te avisara e hiciese "¡Ding!".

Ya era hora. Miro el reloj mientras me dirijo a contestar el timbre. Seis minutos tarde. No es mucho, y hoy menos. "¿Sí? Ya bajo." Me apresuro escaleras abajo y, desde el comienzo del último tramo, le veo esperando junto a la puerta, observándome. Me recibe con un beso. Beso que le devuelvo, como quien mastica tras meterse en la boca un trozo de pollo, con la falta de ímpetu e interés que conlleva la costumbre. Le doy la mano y paseamos camino al restaurante.

Un minuto después, la cera ya se ha enfriado lo suficiente, creo. Sí, exacto. Aun quema un poco, pero es soportable. Con mucho cuidado, extiendo la cera: desde la rodilla en dirección al tobillo. El calor es agradable. Me detengo para hacerme una coleta. Quizás tenía que haberme secado el pelo antes. No me gusta que caiga agua sobre la cera. En realidad, por un par de gotas, no pasa nada, pero me pone nerviosa. Cojo una de las bandas... ¿Dónde las he dejado? Joder, se han caído. Me levanto y las rescato del suelo antes de volver a la postura anterior. Coloco la banda, en la misma dirección que coloqué la cera -hacia abajo-. La cera se estaba enfriando y casi no me da tiempo a pegar la banda. Cuando las cosas se enfrían, es difícil permanecer unidos a ellas.

La cena transcurre con calma, hablando de nada y trivialidades. Eso no importa: está bien; pues de eso se compone la vida, de nada y trivialidades. Las cosas importantes se pueden recoger en una canción, ya lo hicieron Los Stop con su "Tres cosas hay en la vida", aunque yo lo hubiera hecho con algo más de estilo, pero qué sé yo. La cena, como el calor, es agradable y se sucede con facilidad -hacia abajo-.

Cojo la banda desde abajo y, hacia arriba, tiro. De una vez retiro toda la banda y la cera -a contrapelo-, llevándome los pelos de raíz, arrancándolos y dejando mi pierna vacía, limpia y libre. Duele, pero voy a estar perfecta. Repito varias veces el proceso y cada vez duele menos. Extiendo la cera, pongo la banda y tiro.

"Ya no te quiero. Lo siento, pero no quiero seguir.". Durante aproximadamente media hora se suceden los tirones. Cada vez duelen menos; aunque con algunos, en las ingles, hay que tener cuidado. Siempre tiro hacia arriba, cuesta arriba, que no es fácil; pero es lo que quiero. Es más rápido, más eficaz, me deja vacía, limpia y libre. Mentira, sólo libre; pero hoy voy a estar perfecta. Pronto me saldrán pelos encarnados, que se clavarán bajo mi piel, pero ahora eso no importa.

Hoy estoy perfecta.

jueves, 22 de octubre de 2009

Baño

Empapado de música y sentado bajo su torrente en la sucia entrada de un caserón.

Esta vieja casa no se tiene en pie, cruje con el más ligero viento o tan sólo alzar la voz. Como una casa embrujada, con entrada, escaleras y salón. Con cristales que no dejan pasar la luz, ratas en el sótano y toda de madera. No hay muebles y no hay vida. La jodida casa está en escala de grises, a 9 bits: 8 que cuentan y 1 que soy yo. Huele a madera mojada y patatas quemadas. Las vigas bailan con las termitas. La casa se quiere sentar a mi lado; dejar su tejado en el suelo.

Se levanta un fuerte viento. No importa. Mientras los irlandeses canten, yo seguiré dándome mi baño, pues nada habría de pasar.

En el fondo, las cosas irán bien.

sábado, 17 de octubre de 2009

Derribo

Caspian - Mie

Fragmentos, retazos y es todo.
No lo entiendo, no lo abarco.
Metáforas inconexas, barcos a la deriba, aleteos de fiebre.

Nunca he sabido verlo, ni oírlo, ni olerlo.
Sobre todo no he sabido hacerlo.
Sólo es ahora que noto su fuerza.

Me oculto en la culpa ignorante,
en la vergüenza de un caído ante su sol y su vida.
Estúpido charlatán que quedó seco a su sombra.

Mataría por satisfacción,
mataría por envolverlo en certeza,
mataría por un respiro.
Un respiro que me librara de la culpa,
que me librara de la duda y, ojalá pudiera, la insolencia.
Qué amargo es vivir sin fuego.

Que yo derribe las trabas;
eso no está en mi mañana, ni en mi arena.
Eso está donde debe: lejos.

En las costas del Adriático.

jueves, 8 de octubre de 2009

A casa

Trentemoller - Miss you

Llama suplicante, pidiendo consuelo a aquel por el que suspiraba, aquel que siempre estaba y aquel que sigue siendo. Guarda la necia esperanza de encontrar no un arrepentimiento, no una razón, no el más mínimo consuelo, sino lástima. Lástima que calme su sed de amor, de pasión y de abrigo.

Cree en una esperanza sólida, verde, como suelen decir viejas y canciones. Si le viera. Qué irónico resulta: verde y sólo verde es su ropa y pese a todo no le da la menor esperanza. Su voz, incluso fingiendo afectación, suena monótona y manida. Ya no queda amor. Sólo respeto. Un respeto insolente de lo que fue y ya no existe -para algunos-. Un respeto que no consuela, al contrario: mata, como un veneno lento. Veneno en su pecho, veneno en su rostro, veneno en sus muñecas y en sus dedos. Veneno verde, como en los cuentos, donde el veneno siempre es verde y suelta una nube de vapor mortal en forma de calavera. Pero la vida no es un cuento. Aquí el veneno no es verde. Aquí el veneno es rojo, sabe a gloria y siempre repites. No hay nube de vapor que nos advierta; sólo alegría -el líquido-, que tarde o temprano se desbordará, pues es menos densa que la vida.

La paliza del respeto le deja la nariz rota pero es sólo el mal menor. Lo peor es la vergüenza que siente. Una vergüenza pegajosa como pocas que invade con culpa: "¿Por qué no hice otra cosa? La culpa es mía y sólo mía. Nunca debí tomar esa opción." Estupidez y sólo estupidez es lo que experimenta en su afán por encontrarle un sentido al azar. Y, en lo más profundo, sabe que no hay justificación: le han roto la nariz por reivindicar algo que era -y ojalá siguiera siendo- suyo. Estúpida confusión: el veneno no da esperanza, nunca lo hace.

Rompe a llorar de forma repentina, igual que le rompieron la nariz: sin aviso previo, sin esperarlo, sin poder defenderse. Él ya no quiere saber más. Ha perdido algo y no es lo que a ella le gustaría es algo tangible, seco e insignificante que, ahora mismo, vale más que ella. Suplica lástima y atención, sólo para envenenarse un poco más. Pero él ya se ha cansado de darle verde y cuelga.

El veneno se queda en sus entrañas, rotas, sangrantes y sin poder cicatrizar. El veneno no se irá. Escocerá como siempre escuece. Llorará en silencio y se culpará, porque aun es pronto para andar. Es sólo cuestión de tiempo: cuando el color verde en sus entrañas vuelva a ser confuso volverá a él: porque es lo que quiere, es allí donde pertenece y sólo a él quiere volver.

Ella quiere volver a casa.