sábado, 26 de diciembre de 2009

A Bartleby

Querido Bartleby,

Te escribo hoy y sólo hoy porque tengo algo que decirte.

Te conocí hace ya más de dos años y en ese tiempo apenas he dedicado diez minutos de mi vida a pensar en ti. Te he recordado simplemente porque mi mala cabeza así lo ha querido en una absurda e interminable cadena de pensamiento. Son cosas que ocurren a menudo; sin embargo, hoy te has quedado clavado en algún lugar de mi hemisferio derecho y haré lo que pueda por sacarte de allí.

Vengo a decirte que no me gustas, que aborrezco lo que en mi mundo representas. Nunca en mi vida he conocido a nadie como tú y agradezco de corazón que no existas porque, de ser así, terminaría por creer que tu forma de vida es la única posible.

Quizás te extrañe que me ofenda tu forma de ser o, más probablemente, no te interese. Es seguro que, de recibir esta carta no pensaras jamás en contestarla. Sí. Estoy convencido de que “preferirías no hacerlo”. Después de todo, tú sólo haces aquello que deseas, ¿no es así? No te importan una mierda las expectativas del resto del mundo ni los derechos que pudieran adquirir dentro de cualquier relación social. Tú no estás adscrito a nuestra realidad y forjas tu propia vida, sin contar con nadie. Tú no te preocupas. Eso sí que es inabarcable. No te preocupas. Ni consumirme en un mar de fuego y llagas me sería más molesto.

Los hay que ven en ti un ejemplo, una actitud, una lucha. Los tienes engañados, maldito. Tu ignorancia de la asquerosa realidad humana no puede considerarse ni lucha ni actitud ni ejemplo. Para mí es simple lobotomía. Prefieres rechazar placeres y sufrimientos y convertirte en una planta: un gran ficus en el rincón de la oficina. Tú no eres un hombre, estás deshumanizado y, por lo que representas, sufro cuando, día tras día, desayuno un tazón de ácido y espinas; cuando las razones se amputan y mueren en un campo de minas. Jodido Bartleby. Ni viniendo del propio infierno podrías ser peor. Ojalá pronto seas perseguido hasta la muerte por el propio Capitán Ahab, sabiéndose culpable de tu delito y queriendo arreglar la falta sublime de crearte resuelto y necesario. Ojalá suceda pronto y tú salgas de una vez de mi condenado hemisferio derecho. Cabrón.

lunes, 21 de diciembre de 2009

5 de Mayo

Incombustible y exiliado
vaga sin rumbo por mitad de la calzada.
Le persiguen y acechan malechores.
No los teme más de lo que ya teme a su sombra:
poco, prácticamente nada.

En un minuto estará muerto.
Será victima de la codicia de este mundo.
Se batiría como un vaquero
si al menos eso le diera oportunidad;
pero la suerte reclama ya su alma.

Se abandonará a su muerte.
Gritará balazos a la parca,
para relajarse y buscar heroicidad.
Vencerá su espíritu cualquier pena,
pues será consumido en gloria.

Perdió su alma a las cartas,
entre whisky, navajas y gatos.
En los tratos con los dioses
siempre hay gatos de por medio.
de los que bufan y arañan.

Cinco manos de cinco cartas.
Ése es el precio de su vida.
Es el precio correcto pues hoy es 5 de Mayo
y hoy volverá a ver a la Muerte,
como cuando arrebató aquellas almas.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Raquel

Raquel corrió presurosa por la calle sin mirar atrás. Sus zapatos golpeaban el suelo con un ruido seco que retumbaba en la desierta calle. Eran pasadas las cinco y cualquiera que, insomne, se hubiera asomado desde la ventana habría sabido que algo no iba bien para aquella chica.

Efectivamente, algo no iba bien. Lo había notado hacía apenas seis minutos y, desde ese momento, no había parado de correr todo lo rápido que sus tacones le permitían. Entre traspiés, entró en la Calle Silencio, acabando con su poesía. Su corazón latía a una presión a la que no estaba acostumbrado, como una locomotora en el límite de sus fuerzas, y le disparaba los nervios hasta el más lejano vagón de su cuerpo. Vibraba de inquietud y miedo. Sólo quería llegar.

Bajó la acera estirando la zancada para llegar. Por un instante, perdió el equilibrio y se precipitó, guíada por la gravedad contra un coche aparcado. Sin siquiera inmutarse, continuó corriendo, por medio de la desierta y empedrada carretera. Le faltaba el aliento, pero le sobraba fuerza.

Los árboles a ambos lados de la calle habían perdido todas sus hojas. Quizás por una sacudida, o bien de alguien o bien del tiempo; del mismo modo que ella, sin saberlo, había sacudido toda duda de su mente. Claro que estaba asustada: no sabía lo que podía ocurrir. No quería pensarlo. Sólo quería llegar y que acabara pronto. Poder dejar de correr. Por ello no miró atrás en ningún momento, ni aminoró la marcha pese a que ya se había torcido un tobillo, sus pulmones le ardían y su cabeza palpitaba como loca.

Abandonando la calzada y entrando en la zona peatonal, corrió los últimos tres metros hasta el portal. Se apoyó jadeante ante la gran puerta de madera y presionó el botón del portero automático. Lo taladró. Mientras retomaba el aliento y esperaba, miró hacia arriba, fijándose en el marco amarillo de yeso en que era el portal. Nunca le había gustado aquel color, pero ahora estaba más que agradecida de verlo. Temblando, en parte por los nervios en parte por el frío, miró a su alrededor sin distinguir ni un alma y volvió a llamar, friendo el portero con llamadas intermitentes. Se descalzó. Al fin contestaron:

- ¿Quién es?
- ¡Abre! - suplicó ella.
- ¿Pero qué...?
- ¡Que abras!

El portero zumbó y la puerta se abrió. Raquel empujó con fuerza y, sin coger sus zapatos ni cerrar la puerta, corrió con sus pies helados escaleras arriba los dos tramos de escaleras hasta el primer piso. Allí, en la puerta, despeinado y con los pantalones de su pijama, esperaba un Miguel confuso.

- Raquel... ¿qué ha pasado?

Raquel se andó los escasos metros que le separaban de Miguel y se desplomó sobre sus brazos, lo que tomó a este de improvisto obligándole a flexionar las rodillas. La abrazó con fuerza y la arrastró hacia dentro. Tomó su cabeza entre sus manos y le obligó a mirarle:

- Dime, ¿qué ocurre?
- Nada - dijo Raquel tragando saliva y mirándole con significación-. No he querido volver. No quiero volver con él. Voy a quedarme contigo.
- Eso es una locura, ya lo hemos hablado.
- Me da igual. Quiero estar a tu lado, lo necesito.
- ¿Y qué pasa conmigo?¿Y si yo no quiero que estés conmigo?
- Te aguantas. Iba por Cristo de Burgos y me he dado cuenta de que eres todo lo que quiero y he sentido pánico y corrido hasta aquí. Sólo quiero estar aquí y es lo que voy a hacer. Voy a quedarme aquí hasta que ya no te necesite.
- Pero... ¿Tú eres gilipollas? - la mirada demostraba lo sentido que se perdía. Sus manos apretaban temblorosos pero con fuerza los brazos de Raquel, que se apartó de él.
- Que te follen. Sabes que no te importa una mierda - dijo Raquel mientras cerraba la puerta del piso y, sin siquiera mirar a Miguel, se dirigía a la habitación que había dejado hacía menos de media hora -. Vamos a dormir... Por favor.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Divagación

El otro día descubrí que sólo hay dos cosas en esta vida que pueden desatar grandes catástrofes: una son los dioses y otra los gestos sinceros. También descubrí que una de estas dos cosas no existe, pero no tenía claro cual.

Decidido a descubrirlo, llamé a los grandes sabios de esta época y las anteriores. Algunos griegos me hablaban de los dioses y románticos franceses me hablaban de pasión y gestos sinceros en algo que creo que no era más que afectación y falsedad. Los rusos no sé lo que me decían, no entiendo su idioma; y los alemanes eran demasiado metafísicos para darme una respuesta contundente. A otros mi pregunta les pareció vana y el resto se fueron de fiesta.

Así, quedé yo todavía con la duda. ¿Qué resulta más improbable hoy en día: los dioses o los gestos sinceros?

Puedo afirmar que no he visto ningún dios pero, la evidencia de ver algo sincero tampoco la tengo. ¿Que si yo no soy sincero? Si te dijera que sí, cómo coño tendrías la seguridad de que es así. La verdad, no le veo salida.

No obstante, ya puestos a negar la existencia de algo que genere catástrofes... Prefiero negar los gestos sinceros, a esta hora me viene mucho mejor y no tenemos nada mejor que hacer.

Así que sí, follemos. Unámonos por puro placer enfermizo que ni busco ni deseo, pero al menos me distrae. ¿Y qué tal tu semana?