domingo, 6 de diciembre de 2009

Raquel

Raquel corrió presurosa por la calle sin mirar atrás. Sus zapatos golpeaban el suelo con un ruido seco que retumbaba en la desierta calle. Eran pasadas las cinco y cualquiera que, insomne, se hubiera asomado desde la ventana habría sabido que algo no iba bien para aquella chica.

Efectivamente, algo no iba bien. Lo había notado hacía apenas seis minutos y, desde ese momento, no había parado de correr todo lo rápido que sus tacones le permitían. Entre traspiés, entró en la Calle Silencio, acabando con su poesía. Su corazón latía a una presión a la que no estaba acostumbrado, como una locomotora en el límite de sus fuerzas, y le disparaba los nervios hasta el más lejano vagón de su cuerpo. Vibraba de inquietud y miedo. Sólo quería llegar.

Bajó la acera estirando la zancada para llegar. Por un instante, perdió el equilibrio y se precipitó, guíada por la gravedad contra un coche aparcado. Sin siquiera inmutarse, continuó corriendo, por medio de la desierta y empedrada carretera. Le faltaba el aliento, pero le sobraba fuerza.

Los árboles a ambos lados de la calle habían perdido todas sus hojas. Quizás por una sacudida, o bien de alguien o bien del tiempo; del mismo modo que ella, sin saberlo, había sacudido toda duda de su mente. Claro que estaba asustada: no sabía lo que podía ocurrir. No quería pensarlo. Sólo quería llegar y que acabara pronto. Poder dejar de correr. Por ello no miró atrás en ningún momento, ni aminoró la marcha pese a que ya se había torcido un tobillo, sus pulmones le ardían y su cabeza palpitaba como loca.

Abandonando la calzada y entrando en la zona peatonal, corrió los últimos tres metros hasta el portal. Se apoyó jadeante ante la gran puerta de madera y presionó el botón del portero automático. Lo taladró. Mientras retomaba el aliento y esperaba, miró hacia arriba, fijándose en el marco amarillo de yeso en que era el portal. Nunca le había gustado aquel color, pero ahora estaba más que agradecida de verlo. Temblando, en parte por los nervios en parte por el frío, miró a su alrededor sin distinguir ni un alma y volvió a llamar, friendo el portero con llamadas intermitentes. Se descalzó. Al fin contestaron:

- ¿Quién es?
- ¡Abre! - suplicó ella.
- ¿Pero qué...?
- ¡Que abras!

El portero zumbó y la puerta se abrió. Raquel empujó con fuerza y, sin coger sus zapatos ni cerrar la puerta, corrió con sus pies helados escaleras arriba los dos tramos de escaleras hasta el primer piso. Allí, en la puerta, despeinado y con los pantalones de su pijama, esperaba un Miguel confuso.

- Raquel... ¿qué ha pasado?

Raquel se andó los escasos metros que le separaban de Miguel y se desplomó sobre sus brazos, lo que tomó a este de improvisto obligándole a flexionar las rodillas. La abrazó con fuerza y la arrastró hacia dentro. Tomó su cabeza entre sus manos y le obligó a mirarle:

- Dime, ¿qué ocurre?
- Nada - dijo Raquel tragando saliva y mirándole con significación-. No he querido volver. No quiero volver con él. Voy a quedarme contigo.
- Eso es una locura, ya lo hemos hablado.
- Me da igual. Quiero estar a tu lado, lo necesito.
- ¿Y qué pasa conmigo?¿Y si yo no quiero que estés conmigo?
- Te aguantas. Iba por Cristo de Burgos y me he dado cuenta de que eres todo lo que quiero y he sentido pánico y corrido hasta aquí. Sólo quiero estar aquí y es lo que voy a hacer. Voy a quedarme aquí hasta que ya no te necesite.
- Pero... ¿Tú eres gilipollas? - la mirada demostraba lo sentido que se perdía. Sus manos apretaban temblorosos pero con fuerza los brazos de Raquel, que se apartó de él.
- Que te follen. Sabes que no te importa una mierda - dijo Raquel mientras cerraba la puerta del piso y, sin siquiera mirar a Miguel, se dirigía a la habitación que había dejado hacía menos de media hora -. Vamos a dormir... Por favor.

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